El Papa Juan Pablo II desarrolló una serie de mensajes, entre 1982 y 1989, con meditaciones sobre las Letanías del Sagrado Corazón de Jesús. Consta de 33 meditaciones (una sobre cada una de las letanías).
Ángelus. Domingo 2 de junio de 1985
1. Corazón de Jesús Hijo del Eterno Padre.
Hoy, primer domingo del mes de junio, la Iglesia encuentra en el Corazón de Cristo el acceso al Dios que es la Santísima Trinidad. Al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Este único Dios —Uno y Trino a la vez— es un misterio inefable de la fe.
Verdaderamente Él «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6. 16).
Y, al mismo tiempo, el Dios infinito ha permitido que le abrace el Corazón de un Hombre cuyo nombre es Jesús de Nazaret, Jesucristo. Y a través del Corazón del Hijo, Dios Padre se acerca también a nuestros corazones y viene a ellos.
Y así cada uno de nosotros es bautizado «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Cada uno de nosotros está inmerso, desde el principio, en el Dios Uno y Trino, en el Dios vivo, en el Dios vivificante. A este Dios lo confesamos como Espíritu Santo que, procediendo del Padre y del Hijo, «da la vida».
2. El Corazón de Jesús fue «formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre».
El Dios que «da la vida» y «se entrega al hombre» comenzó la obra de su economía salvífica haciéndose hombre.
Justamente en la concepción virginal y en el nacimiento de María comienza su corazón humano «formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre».
A este Corazón queremos venerar durante el mes de junio. A este Corazón hoy mismo queremos hacerle singular fiduciario de nuestros pobres corazones humanos, de los corazones probados de diversas maneras, oprimidos de diversos modos. Y también de los corazones confiados en la potencia del mismo Dios y en la potencia salvífica de la Santísima Trinidad.
3. María, Madre Virgen, que conoces mejor que nosotros el Corazón Divino de tu Hijo, únete a nosotros hoy en esta adoración a la Santísima Trinidad e igualmente en la humilde oración por la Iglesia y el mundo.
Tú sola eres la guía de nuestra plegaria.
Ángelus. Domingo 27 de junio de 1982
1. Corazón de Jesús, formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, ten piedad de nosotros.
Así rezamos en las letanías al Sacratísimo Corazón de Jesús.
Esta invocación se refiere directamente al misterio que meditamos, al rezar el Angelus Domini: por obra del Espíritu Santo fue formada en el seno de la Virgen de Nazaret la Humanidad de Cristo, Hijo del Eterno Padre.
¡Por obra del Espíritu Santo fue formado en esta Humanidad el Corazón! El Corazón, que es el órgano central del organismo humano de Cristo y, a la vez, el verdadero símbolo de su vida interior: del pensamiento, de la voluntad, de los sentimientos. Mediante este Corazón la Humanidad de Cristo es, de modo particular, «el templo de Dios» y, al mismo tiempo, mediante este Corazón, está incesantemente abierto al hombre y a todo lo que es «humano». «Corazón de Jesús de cuya plenitud todos hemos recibido».
2. El mes de junio está dedicado, de modo especial, a la veneración del Corazón divino. No sólo un día, la fiesta litúrgica que, de ordinario, cae en junio, sino todos los días. Con esto se vincula la devota práctica de rezar o cantar cotidianamente las letanías al Sacratísimo Corazón de Jesús.
Es la oración maravillosa, integralmente centrada en el misterio interior de Cristo: Dios-Hombre. Las letanías del Corazón de Jesús se inspiran abundantemente en las fuentes bíblicas y, al mismo tiempo, reflejan las experiencias más profundas de los corazones humanos. Son, a la vez, oración de veneración y de dialogo auténtico.
Hablamos en ellas del corazón y, al mismo tiempo, dejamos a los corazones hablar con este único Corazón, que es «fuente de vida y de santidad» y «deseo de los collados eternos». Con el Corazón que es «paciente y lleno de misericordia» y «generoso para todos los que le invocan».
Esta oración, rezada y meditada, se convierte en una verdadera escuela del hombre interior: la escuela del cristiano.
3. La solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús nos recuerda, sobre todo, los momentos en que este Corazón fue «traspasado por la lanza» y, mediante esto, abierto de manera «visible» al hombre y al mundo.
Al rezar las letanías ―y en general al venerar al Corazón Divino― conocemos el misterio de la redención en toda su divina y, a la vez, humana profundidad.
Simultáneamente, nos hacemos sensibles a la necesidad de reparación. Cristo nos abre su Corazón para que nos unamos con Él en su reparación por la salvación del mundo. Hablar del Corazón traspasado es decir toda la verdad de su Evangelio y de la Pascua.
Tratemos de captar cada vez mejor este lenguaje. Aprendámoslo.
Ángelus. Domingo 2 de julio de 1989
1. El 2 de junio pasado, hace exactamente un mes, celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Quiero reanudar junto con vosotros la meditación sobre las riquezas de este Corazón divino, continuando la reflexión ya iniciada hace tiempo acerca de las letanías dedicadas a Él.
Una de las invocaciones más profundas de tales letanías reza así: «Corazón de Jesús, formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre, ten misericordia de nosotros». Encontramos aquí el eco de un artículo central del Credo en el que profesamos nuestra fe en «Jesucristo, Hijo único de Dios», que «bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». La santa humanidad de Cristo es, por consiguiente, obra del Espíritu divino y de la Virgen de Nazaret.
2. Es obra del Espíritu. Esto afirma explícitamente el Evangelista Mateo refiriendo las palabras del Ángel a José: «Lo engendrado en Ella (María) es del Espíritu Santo», (Mt 1, 20); y lo afirma también el Evangelista Lucas, recordando las palabras de Gabriel a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35).
El Espíritu ha plasmado la santa humanidad de Cristo: su cuerpo y su alma, con toda la inteligencia, la voluntad, la capacidad de amar. En una palabra, ha plasmado su corazón. La vida de Cristo ha sido puesta enteramente bajo el signo del Espíritu. Del Espíritu le viene la sabiduría que llena de estupor a los doctores de la ley y a sus conciudadanos, el amor que acoge y perdona a los pecadores, la misericordia que se inclina hacia la miseria del hombre, la ternura que bendice y abraza a los niños, la comprensión que alivia el dolor de los afligidos. Es el Espíritu quien dirige los pasos de Jesús, lo sostiene en las pruebas, sobre todo lo guía en su camino hacia Jerusalén, donde ofrecerá el sacrificio de la Nueva Alianza, gracias al cual se encenderá el fuego que Él trajo a la tierra (Lc 12, 49).
3. Por otra parte, la humanidad de Cristo es también obra de la Virgen. El Espíritu plasmó el Corazón de Cristo en el seno de María, que colaboró activamente con Él como madre y como educadora.
― como Madre, Ella se adhirió consciente y libremente al proyecto salvífico de Dios Padre, siguiendo trémula, en silencio lleno de adoración, el misterio de la vida que de Ella había brotado y se desarrollaba:
― como educadora, Ella plasmó el Corazón de su propio Hijo, introduciéndolo, junto son San José, en las tradiciones del pueblo elegido, inspirándole el amor a la ley del Señor, comunicándole la espiritualidad de los «pobres del Señor». Ella lo ayudó a desarrollar su inteligencia y seguramente ejerció influjo en la formación de su temperamento. Aun sabiendo que su Niño la trascendía por ser «Hijo del Altísimo» (cf. Lc 1, 32), no por ello la Virgen fue menos solícita de su educación humana (cf. Lc 2, 51).
Por tanto podemos afirmar con verdad: en el Corazón de Cristo brilla la obra admirable del Espíritu Santo; en Él se hallan también los reflejos del corazón de la Madre. Tanto el Corazón de Cristo: dócil a la acción del Espíritu, dócil, a la voz de la Madre.
Ángelus. Domingo 9 de julio de 1989
La expresión «Corazón de Jesús» nos hace pensar inmediatamente en la humanidad de Cristo, y subraya su riqueza de sentimientos, su compasión hacia los enfermos, su predilección por los pobres, su misericordia hacia los pecadores, su ternura hacia los niños, su fortaleza en la denuncia de la hipocresía, del orgullo y de la violencia, su mansedumbre frente a sus adversarios, su celo por la gloria del Padre y su júbilo por sus misteriosos y providentes planes de gracia.
Con relación a los hechos de la pasión, la expresión «Corazón de Jesús» nos hace pensar también en la tristeza de Cristo por la traición de Judas, el desconsuelo por la soledad, la angustia ante la muerte, el abandono filial y obediente en las manos del Padre. Y nos habla sobre todo del amor que brota sin cesar de su interior: amor infinito hacia el Padre y amor sin límites hacia el hombre.
2. Ahora bien, este Corazón humanamente tan rico, «está unido ―como nos recuerda la invocación―, a la Persona del Verbo de Dios». Jesús es el Verbo de Dios encarnado: en Él hay una sola Persona, la eterna del Verbo, subsistente en dos naturalezas, la divina y la humana. Jesús es uno, en la realidad, la angustia ante la muerte, el mismo tiempo perfecto en su divinidad y perfecto en nuestra humanidad; es igual al Padre por lo que se refiere a la naturaleza divina, e igual a nosotros por lo que se refiere a su naturaleza humana; verdadero Hijo de Dios y verdadero Hijo del hombre. El Corazón de Jesús, por tanto, desde el momento de la encarnación, ha estado y estará siempre unido a la Persona del Verbo de Dios.
Por la unión del Corazón de Jesús a la Persona del Verbo de Dios podemos decir: en Jesús Dios ama humanamente, sufre humanamente, goza humanamente. Y viceversa: en Jesús el amor humano, el sufrimiento humano, la gloria humana adquieren intensidad y poder divinos.
3. Queridos hermanos y hermanas: Reunidos para la oración del Ángelus, contemplemos con María el Corazón de Cristo. La Virgen vivió en la fe, día tras día, junto a su Hijo Jesús: sabía que la carne de su Hijo había florecido de su carne virginal, pero intuía que Él, por ser «Hijo del Altísimo» (Lc 1, 32), la trascendía infinitamente: el Corazón de su Hijo estaba «unido a la Persona del Verbo». Por esto, Ella lo amaba como Hijo suyo y al mismo tiempo lo adoraba como a su Señor y su Dios. Que Ella nos conceda también a nosotros amar y adorar a Cristo, Dios y Hombre, sobre todas las cosas, «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente» (cf. Mt 22, 37). De esta manera, siguiendo su ejemplo, seremos objeto de las predilecciones divinas y humanas del Corazón de su Hijo.
Ángelus. Domingo 16 de junio de 1985
1. La hora del Ángelus nos invita a dirigir la mirada a María. Nos invita hoy también el lugar en el que nos encontramos, es decir, el templo de María Auxiliadora, edificado por el obispo que el Papa Pío X dio como don a Treviso, el Siervo de Dios Andrea Giacinto Longhin. Él, junto con toda la ciudad, hizo el voto de dedicarlo a la Santísima Virgen el 27 de abril de 1917. El pueblo cristiano, después de la inhumana destrucción que provocó el tan inexorable como absurdo bombardeo del 7 de abril de 1944, quiso que este santuario de la Auxiliadora resurgiera más hermoso que antes y teniendo al lado la capilla votiva que recoge los restos de los caídos de guerra y, en elocuente fraternidad, los despojos de las víctimas civiles de los bombardeos aéreos.
También nos impulsa a dirigir la mirada a María toda la historia de Treviso, la civil y la religiosa, que se ha desenvuelto en gran parte alrededor de la capilla edificada, hace más de 12 siglos, en la ribera del Cagnan y dedicada a María Santísima, Madre de Dios.
Por medio del Corazón Inmaculado de María queremos dirigirnos al Corazón Divino de su Hijo, al Corazón de Jesús, de Majestad infinita.
Mirad: la infinita Majestad de Dios se oculta en el Corazón humano del Hijo de María.
Este Corazón es nuestra Alianza.
Este Corazón es la máxima cercanía de Dios con relación a los corazones humanos y a la historia humana.
Este Corazón es la maravillosa «Condescendencia» de Dios: el Corazón humano que late con la vida divina: la vida divina que late en el corazón humano.
2. En la Santísima Eucaristía descubrimos con el «sentido de la fe» el mismo Corazón,
— el Corazón de Majestad infinita, que continúa latiendo con el amor humano de Cristo, Dios-Hombre.
¡Cuán profundamente sintió este amor el Santo Papa Pío X, antes Patriarca de Venecia!;
— cuánto deseó que todos los cristianos, desde los años de la infancia, se acercasen a la Eucaristía, recibiendo la santa comunión: para que se unieran a este Corazón que es, al mismo tiempo, para cada uno de los hombres «Casa de Dios y Puerta del cielo».
«Casa», mediante la comunión eucarística el Corazón de Jesús extiende su morada a cada uno de los corazones humanos.
«Puerta», porque en cada uno de estos corazones humanos Él abre la perspectiva de la eterna unión con la Santísima Trinidad.
3. ¡Madre de Dios! meditamos el misterio de tu Anunciación, nos acercamos a este Corazón divino,
— el Corazón de Majestad infinita
— Casa de Dios y Puerta del cielo,
a este Corazón que desde el momento de la Anunciación del Ángel, comenzó a latir junto a tu Corazón virginal y materno.
Ángelus. Domingo 9 de junio de 1985
1. A la hora de la común oración del Ángelus, nos dirigimos, juntamente con María —por medio de su Corazón Inmaculado— al Corazón Divino de su Hijo. Corazón de Jesús – templo santo de Dios / Corazón de Jesús – tabernáculo del Altísimo.
Corazón de un Hombre semejante a tantos, a tantos otros corazones humanos y, a la vez, Corazón de Dios-Hijo.
Por tanto, si es verdad que cada uno de los hombres «habita«, de algún modo, en su corazón, entonces en el Corazón del Hombre de Nazaret, de Jesucristo, habita Dios. Es «templo de Dios», por ser Corazón de este hombre.
2. Dios-Hijo está unido con el Padre, como Verbo Eterno, «Dios de Dios, Luz de Luz…, engendrado no creado».
El Hijo esta unido con el Padre en el Espíritu Santo, que es el «soplo» del Padre y del Hijo y es, en la Divina Trinidad, la Persona-Amor.
El Corazón del Hombre Jesucristo es, pues, en el sentido trinitario, «templo de Dios»: es el templo interior del Hijo que está unido con el Padre en el Espíritu Santo mediante la unidad de la Divinidad. ¡Qué inescrutable permanece el misterio de este Corazón, que es «templo de Dios» y «tabernáculo del Altísimo»!
3. Al mismo tiempo, es la verdadera «morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3), porque el Corazón de Jesús, en su templo interior, abraza a todos los hombres. Todos habitan allí, abrazados por el eterno amor. A todos pueden dirigirse —en el Corazón de Jesús— las palabras del Profeta: «Con amor eterno te amé, / por eso prolongué mi misericordia (Jer 31, 3).
4. Que esta fuerza del eterno amor que está en el Corazón divino de Jesús, se comunique hoy de modo particular a los jóvenes que reciben la confirmación.
En ellos debe habitar de modo particular el Espíritu Santo.
Que se conviertan, pues, también sus corazones —a semejanza de Cristo— en «templo santo de Dios» y «tabernáculo del Altísimo».
Con frecuencia he oído cantar a los jóvenes: «¿Vosotros sabéis que sois un templo?». Sí, somos templo de Dios y el Espíritu Santo habita en nosotros, según las palabras de San Pablo (cf. 1 Cor 3, 16).
5. Por medio del Corazón Inmaculado de María permanezcamos en la Alianza con el Corazón de Jesús, que es «templo de Dios», el más espléndido «tabernáculo del Altísimo», el más perfecto.
Ángelus. Domingo 9 de junio de 1985
1. A la hora de la común oración del Ángelus, nos dirigimos, juntamente con María —por medio de su Corazón Inmaculado— al Corazón Divino de su Hijo. Corazón de Jesús – templo santo de Dios / Corazón de Jesús – tabernáculo del Altísimo.
Corazón de un Hombre semejante a tantos, a tantos otros corazones humanos y, a la vez, Corazón de Dios-Hijo.
Por tanto, si es verdad que cada uno de los hombres «habita«, de algún modo, en su corazón, entonces en el Corazón del Hombre de Nazaret, de Jesucristo, habita Dios. Es «templo de Dios», por ser Corazón de este hombre.
2. Dios-Hijo está unido con el Padre, como Verbo Eterno, «Dios de Dios, Luz de Luz…, engendrado no creado».
El Hijo esta unido con el Padre en el Espíritu Santo, que es el «soplo» del Padre y del Hijo y es, en la Divina Trinidad, la Persona-Amor.
El Corazón del Hombre Jesucristo es, pues, en el sentido trinitario, «templo de Dios»: es el templo interior del Hijo que está unido con el Padre en el Espíritu Santo mediante la unidad de la Divinidad. ¡Qué inescrutable permanece el misterio de este Corazón, que es «templo de Dios» y «tabernáculo del Altísimo»!
3. Al mismo tiempo, es la verdadera «morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3), porque el Corazón de Jesús, en su templo interior, abraza a todos los hombres. Todos habitan allí, abrazados por el eterno amor. A todos pueden dirigirse —en el Corazón de Jesús— las palabras del Profeta: «Con amor eterno te amé, / por eso prolongué mi misericordia (Jer 31, 3).
4. Que esta fuerza del eterno amor que está en el Corazón divino de Jesús, se comunique hoy de modo particular a los jóvenes que reciben la confirmación.
En ellos debe habitar de modo particular el Espíritu Santo.
Que se conviertan, pues, también sus corazones —a semejanza de Cristo— en «templo santo de Dios» y «tabernáculo del Altísimo».
Con frecuencia he oído cantar a los jóvenes: «¿Vosotros sabéis que sois un templo?». Sí, somos templo de Dios y el Espíritu Santo habita en nosotros, según las palabras de San Pablo (cf. 1 Cor 3, 16).
5. Por medio del Corazón Inmaculado de María permanezcamos en la Alianza con el Corazón de Jesús, que es «templo de Dios», el más espléndido «tabernáculo del Altísimo», el más perfecto.
Ángelus. Domingo 16 de junio de 1985
1. La hora del Ángelus nos invita a dirigir la mirada a María. Nos invita hoy también el lugar en el que nos encontramos, es decir, el templo de María Auxiliadora, edificado por el obispo que el Papa Pío X dio como don a Treviso, el Siervo de Dios Andrea Giacinto Longhin. Él, junto con toda la ciudad, hizo el voto de dedicarlo a la Santísima Virgen el 27 de abril de 1917. El pueblo cristiano, después de la inhumana destrucción que provocó el tan inexorable como absurdo bombardeo del 7 de abril de 1944, quiso que este santuario de la Auxiliadora resurgiera más hermoso que antes y teniendo al lado la capilla votiva que recoge los restos de los caídos de guerra y, en elocuente fraternidad, los despojos de las víctimas civiles de los bombardeos aéreos.
También nos impulsa a dirigir la mirada a María toda la historia de Treviso, la civil y la religiosa, que se ha desenvuelto en gran parte alrededor de la capilla edificada, hace más de 12 siglos, en la ribera del Cagnan y dedicada a María Santísima, Madre de Dios.
Por medio del Corazón Inmaculado de María queremos dirigirnos al Corazón Divino de su Hijo, al Corazón de Jesús, de Majestad infinita.
Mirad: la infinita Majestad de Dios se oculta en el Corazón humano del Hijo de María.
Este Corazón es nuestra Alianza.
Este Corazón es la máxima cercanía de Dios con relación a los corazones humanos y a la historia humana.
Este Corazón es la maravillosa «Condescendencia» de Dios: el Corazón humano que late con la vida divina: la vida divina que late en el corazón humano.
2. En la Santísima Eucaristía descubrimos con el «sentido de la fe» el mismo Corazón,
— el Corazón de Majestad infinita, que continúa latiendo con el amor humano de Cristo, Dios-Hombre.
¡Cuán profundamente sintió este amor el Santo Papa Pío X, antes Patriarca de Venecia!;
— cuánto deseó que todos los cristianos, desde los años de la infancia, se acercasen a la Eucaristía, recibiendo la santa comunión: para que se unieran a este Corazón que es, al mismo tiempo, para cada uno de los hombres «Casa de Dios y Puerta del cielo».
«Casa», mediante la comunión eucarística el Corazón de Jesús extiende su morada a cada uno de los corazones humanos.
«Puerta», porque en cada uno de estos corazones humanos Él abre la perspectiva de la eterna unión con la Santísima Trinidad.
3. ¡Madre de Dios! meditamos el misterio de tu Anunciación, nos acercamos a este Corazón divino,
— el Corazón de Majestad infinita
— Casa de Dios y Puerta del cielo,
a este Corazón que desde el momento de la Anunciación del Ángel, comenzó a latir junto a tu Corazón virginal y materno.
Ángelus. Domingo 23 de junio de 1985
1. Corazón de Jesús – horno ardiente de caridad.
Durante la oración del Ángelus deseamos dirigir, juntamente con la Madre de Dios, nuestros corazones hacia el Corazón de su Hijo divino.
Nos hablan profundamente las invocaciones de estas espléndidas letanías, que rezamos o cantamos sobre todo en el mes de junio. Que la Madre nos ayude a entender mejor los misterios del Corazón de su Hijo.
2. «Horno de caridad«. El horno arde. Al arder, quema todo lo material, sea leña u otra sustancia fácilmente combustible.
El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Jesús, quema con el amor que lo colma. Y éste es el amor al Eterno Padre y el amor a los hombres: a las hijas y los hijos adoptivos.
El horno, quemando, poco a poco se apaga. El Corazón de Jesús, en cambio, es horno inextinguible. En esto se parece a la «zarza ardiente» del libro del Éxodo, en la que Dios se reveló a Moisés. La zarza que ardía con el fuego, pero… no se «consumía» (Ex 3, 2).
Efectivamente, el amor que arde en el Corazón de Jesús es sobre todo el Espíritu Santo, en el que Dios-Hijo se une eternamente al Padre. El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios-Hombre, está abrazado por la «llama viva», del Amor trinitario, que jamás se extingue.
3. Corazón de Jesús – horno ardiente de caridad. El horno, mientras arde, ilumina las tinieblas de la noche y calienta los cuerpos de los peregrinos ateridos.
Hoy queremos rogar a la Madre del Verbo Eterno, para que en el horizonte de la vida de cada una y de cada uno de nosotros no cese nunca de arder el Corazón de Jesús – horno ardiente de caridad. Para que Él nos revele el Amor que no se extingue ni se deteriora jamás, el Amor que es eterno. Para que ilumine las tinieblas de la noche terrena y caliente los corazones.
4. ¡Cuánto se alegra la Iglesia por el hecho de que en este Corazón divino se enciendan de amor los corazones humanos! Cuánto se alegra hoy porque en este amor se encendió el corazón del padre Benito Menni, sacerdote de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y fundador de la congregación de las Religiosas Hospitalarias del Sacratísimo Corazón de Jesús; y el corazón de fray Pedro Friedhofen, laico, fundador de los Hermanos de la Misericordia de María Auxiliadora.
5. Dándole las gracias por el único amor capaz de transformar el mundo y la vida humana, nos dirigimos con la Virgen Inmaculada, en el momento de la Anunciación, al Corazón Divino que no cesa de ser «horno ardiente de caridad». Ardiente: como la «zarza» que Moisés vio al pie del monte Horeb.
Ángelus. Domingo 30 de junio de 1985
1. Corazón de Jesús, santuario de justicia y caridad.
Del centro de nuestra asamblea, reunida en el día conclusivo del Congreso Eucarístico en Téramo se eleva -como siempre a esta hora- la plegaria del Ángelus.
Meditemos junto con la Virgen de Nazaret en el momento de la Anunciación.
Meditemos en el misterio de la Encarnación.
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14): en efecto, vino a habitar en el seno de María, en su Corazón.
2. Entre el Corazón de la Madre y el Corazón del Niño (del Hijo) se estrecha desde el principio un vínculo: ¡una espléndida unión de corazones! El Corazón de María es el primero que habló al Corazón de Jesús. El primero, se puede decir, que recitó las letanías a este Corazón.
Todos nos unimos a ella.
3. Corazón de Jesús, santuario de justicia: En Ti el Eterno Padre ha ofrecido a la humanidad la justicia que hay en la Santísima Trinidad, en Dios mismo. La justicia que es de Dios, constituye el fundamento definitivo de nuestra justificación.
Esta justicia nos viene a nosotros mediante el amor. Cristo nos ha amado y se ha dado a Sí mismo por nosotros (cf. Gál 2, 20). ¡Y precisamente con este darse mediante el amor más potente que la muerte, nos ha justificado! «Él fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 25).
4. A la hora del Ángelus el Congreso Eucarístico de Téramo ora profesando junto con la Madre de Dios los misterios del Sacratísimo Corazón de Jesús.
Estos misterios expresados de modo tan espléndido en las invocaciones de las letanías, nos guíen, por los caminos de la vida terrena, a la patria eterna del Corazón divino, cuando Dios enjugue toda lágrima de los ojos humanos (cf. Ap 7, 17; 21, 4), cuando Él mismo esté «en todas las cosas» (1 Cor 15, 28).
Ángelus. Domingo 21 de julio de 1985
1. Corazón de Jesús, «lleno de bondad y de amor«.
Deseamos, en nuestra plegaria del Angelus Domini, dirigirnos al Corazón de Cristo, siguiendo las palabras de las letanías.
Deseamos hablar al Corazón del Hijo mediante el Corazón de la Madre. ¿Qué puede haber más bello que el coloquio de estos dos corazones? Queremos participar en él.
2. El Corazón de Jesús es «horno ardiente de caridad», porque el amor posee algo de la naturaleza del fuego, que arde y quema para iluminar y calentar.
Al mismo tiempo, en el sacrificio del Calvario el corazón del Redentor no fue aniquilado con el fuego del sufrimiento. Aunque humanamente muerto, como constató el centurión romano traspasando con la lanza el costado de Cristo, en la economía divina de la salvación este Corazón quedó vivo, como manifestó la resurrección.
3. Y he aquí que el Corazón vivo del Redentor resucitado y glorificado está «lleno de bondad y de amor«: infinita y sobreabundantemente lleno. El rebosar del corazón humano alcanza en Cristo la medida divina.
Así fue este Corazón ya durante los días de la vida terrena. Lo testimonia cuanto está narrado en el Evangelio. La plenitud del amor se manifiesta a través de la bondad: a través de la bondad irradiaba y se difundía sobre todos, en primer lugar sobre los que sufren y los pobres. Sobre todos según sus necesidades y expectativas más verdaderas.
Así es el Corazón humano del Hijo de Dios, incluso después de la experiencia de la cruz y del sacrificio. Mejor dicho, todavía más: rebosante de amor y de bondad.
4. En el momento de la anunciación comenzó el coloquio del Corazón de la Madre con el Corazón del Hijo. Nos unimos hoy a este coloquio, meditando el misterio de la Encarnación en la plegaria del Angelus Domini.
Ángelus. Domingo 28 de julio de 1985
1. Corazón de Jesús, «abismo de todas las virtudes«
Bajo el Corazón de la Madre fue concebido el Hombre. El Hijo de Dios fue concebido como Hombre. Para venerar el momento de esta concepción, es decir, el misterio de la Encarnación, nos unimos en la plegaria del Angelus Domini.
Bajo la luz del momento de la concepción, bajo la luz del misterio de la Encarnación miramos toda la vida de Jesús, nacido de María. Siguiendo las invocaciones de las Letanías, tratamos de describir en cierto sentido esta vida desde el interior: a través del Corazón.
2. El corazón decide de la profundidad del hombre. Y, en todo caso, indica la medida de esa profundidad, tanto en la experiencia interior de cada uno de nosotros, como en la comunicación interhumana. La profundidad de Jesucristo, indicada con la medida de su Corazón, es incomparable. Supera la profundidad de cualquier otro hombre, porque no es solamente humana, sino al mismo tiempo divina.
3. Esta divina humana profundidad del Corazón de Jesús es la profundidad de las virtudes: de todas las virtudes. Como un verdadero hombre Jesús expresa el lenguaje interior de su Corazón mediante las virtudes. En efecto, analizando su conducta se pueden descubrir e identificar todas estas virtudes, como históricamente emergen del conocimiento de la moral humana: las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y las otras que derivan de ellas. (Estas virtudes las han poseído en grado elevado los santos y, si bien siempre con la gracia divina, los grandes genios del ethos humano).
4. La invocación de las Letanías habla de forma muy bella de un «abismo» de las virtudes de Jesús. Este abismo, esta profundidad, significa un grado especial de la perfección de cada una de las virtudes y su poder particular. Esta profundidad y poder de cada una de las virtudes proviene del amor. Cuanto más enraizadas están en el amor todas las virtudes, tanto mayor es su profundidad.
Hay que añadir que, además del amor, también la humildad decide de la profundidad de las virtudes. Jesús dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).
5. Al recitar el Angelus Domini recemos a María para que nos acerque cada vez más al Corazón de su Hijo. Para que nos ayude a aprender de Él, de sus virtudes.
Ángelus. Domingo 4 de agosto de 1985
1. Queridos hermanos y hermanas:
Nos encontramos reunidos para venerar ese momento único en la historia del universo en el que Dios-Hijo se hace hombre bajo el Corazón de la Virgen de Nazaret.
Es el momento de la Anunciación que refleja la oración del «Angelus Domini»;
«Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será… llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1, 31-32).
María dice: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Y desde aquel momento su Corazón se prepara a acoger al Dios-Hombre: ¡»Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza«!
2. Nos unimos con la Madre de Dios para adorar a este Corazón del Hombre que, mediante el misterio de la unión hipostática (unión de las naturalezas), es al mismo tiempo el Corazón de Dios.
Tributamos a Dios la adoración debida al Corazón de Cristo Jesús, desde el primer momento de su concepción en el seno de la Virgen.
Junto con María le tributamos la misma adoración en el momento del nacimiento: cuando vino al mundo en la extrema pobreza de Belén. Le tributamos la misma adoración, junto con María, durante todos los días y los años de su vida oculta en Nazaret, durante todos los días y los años en los que cumple su servicio mesiánico en Israel.
Y cuando llega el tiempo de la pasión, del despojamiento, de la humillación y del oprobio de la cruz, nos unimos todavía más ardientemente al Corazón de la Madre para gritar: ¡»Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza»!
Sí. ¡Dignísimo de toda alabanza precisamente a causa de este oprobio y humillación! En efecto, entonces el Corazón del Redentor alcanza el culmen del amor de Dios.
¡Y precisamente el Amor es digno de toda alabanza!
Nosotros «no nos gloriaremos a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (cf. Gál 6, 14), escribirá San Pablo, mientras San Juan enseña: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8).
3. Jesucristo está en la gloria de Dios Padre. De esta gloria el Padre rodeó en el Espíritu Santo, el Corazón de su Hijo glorificado. Esta gloria anuncia en los siglos la asunción al cielo del Corazón de su Madre. Y todos nosotros nos unimos con Ella para confesar: «Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza, ten piedad de nosotros».
Ángelus. Domingo 25 de agosto de 1985
1. «Corazón de Jesús, / rey y centro de todos los corazones«.
Jesucristo es rey de los corazones. Sabemos que durante su actividad mesiánica en Palestina el pueblo, al ver los signos que hacía, quiso proclamarlo rey.
Veía en Cristo un justo heredero de David, que durante su reino llevó a Israel al culmen del esplendor.
2. Sabemos también que ante el tribunal de Pilato Jesús de Nazaret, a la pregunta: «¿Tú eres rey… ?» respondió: «Mi reino no es de este mundo… Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 33. 36-37).
3. En este mundo Cristo es rey de los corazones. Nunca quiso ser soberano temporal, ni siquiera sobre el trono de David.
Sólo deseó ese reino que no es de este mundo y que, al mismo tiempo, en este mundo se arraiga por medio de la verdad en los corazones humanos: en el hombre interior.
Por este reino anunció el Evangelio e hizo grandes signos. Por este reino, el reino de los hijos y de las hijas adoptivos de Dios, dio su vida en la cruz.
4. Y confirmó de nuevo este reino con su resurrección, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles y a los hombres en la Iglesia.
De este modo Jesucristo es el rey centro de todos los corazones.
Reunidos en Él por medio de la verdad, nos acercamos a la unión del reino, donde Dios «enjugará toda lágrima» (Ap 7, 17), porque será «todo en todos» (1 Cor 15, 28)
5. Hoy, reunidos para la acostumbrada plegaria dominical del Ángelus Domini, elevamos ―juntamente con la Madre de Dios― al Corazón de su Hijo la invocación: «Corazón de Jesús, rey y centro de todos los corazones, ten piedad de mí»
Que el Corazón Inmaculado de María guíe nuestra oración, la cual hoy es de acción de gracias al Señor: por el reciente viaje apostólico a África.
Doy las gracias cordialmente, por la acogida que me han dispensado, a los Presidentes de los distintos países, a los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y a las buenas poblaciones africanas.
Vaya a todos la expresión de mi viva gratitud.
Ángelus. Domingo 1 de septiembre de 1985
1. «Corazón de Jesús, en el que están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia».
Esta invocación de las letanías del Sagrado Corazón, tomada de la Carta a los Colosenses (2, 3), nos hace comprender la necesidad de ir al Corazón de Cristo para entrar en la plenitud de Dios.
2. La ciencia, de la que se habla, no es la ciencia que hincha (cf. 1 Cor 8, 2), fundada en el poder humano. Es sabiduría divina, un misterio escondido durante siglos en la mente de Dios, Creador del universo (Ef 3, 9). Es una ciencia nueva, escondida a los sabios y a los entendidos del mundo, pero revelada a los pequeños (Mt 11, 25), ricos en humildad, sencillez, pureza de corazón.
Esta ciencia y esta sabiduría consisten en conocer el misterio de Dios invisible, que llama a los hombres a ser partícipes de su divina naturaleza y los admite a la comunión con Él.
3. Nosotros sabemos estas cosas porque Dios mismo se ha dignado revelárnoslas por medio del Hijo, que es sabiduría de Dios (1 Cor 1, 24).
Todas las cosas que hay en la tierra y en los cielos, han sido creadas por medio de Él y para Él (Col 1, 16). La sabiduría de Cristo es más grande que la de Salomón (Lc 11, 31). Sus riquezas son inescrutables (Ef 3, 8). Su amor sobrepasa todo conocimiento. Pero con la fe somos capaces de comprender, juntamente con todos los santos, su anchura, su largura, altitud y profundidad (Ef 3, 18).
Al conocer a Jesús, conocemos también a Dios. El que le ve a Él, ve al Padre (Jn 14, 9). Con Él apareció el amor de Dios en nuestros corazones (Rom. 5, 5).
4. La ciencia humana es como el agua de nuestras fuentes: quien la bebe, vuelve a tener sed. La sabiduría y la ciencia de Jesús, en cambio, abren los ojos de la mente, mueven el corazón en la profundidad del ser y engendran al hombre en el amor trascendente; liberan de las tinieblas del error, de las manchas del pecado, del peligro de la muerte, y conducen a la plenitud de la comunión de esos bienes divinos, que trascienden la comprensión de la mente humana (Dei Verbum, 6).
5. Con la sabiduría y la ciencia de Jesús, nos arraigamos y fundamentamos en la caridad (Ef 3, 17). Se crea el hombre nuevo, interior, que pone a Dios en el centro de su vida y a sí mismo al servicio de los hermanos.
Es el grado de perfección que alcanza María, Madre de Jesús y Madre nuestra; ejemplo único de criatura nueva, enriquecida con la plenitud de gracia y dispuesta a cumplir la voluntad de Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Y por esto, nosotros la invocamos como «Trono de la Sabiduría».
Al rezar el Ángelus, pidámosla que nos haga como Ella y como su Hijo.
Ángelus. Domingo 15 de septiembre de 1985
1. «Corazón de Jesús en el que habita toda la plenitud de la divinidad«.
Desde el mes de junio, durante los domingos del verano, nuestra oración del «Ángelus» saca temas de reflexión de las letanías del Sagrado Corazón de Jesús.
Nos detenemos sobre cada una de las invocaciones y meditamos la gran riqueza de contenido que en ellas se encierra. Es una fuente de inspiración para nuestra vida interior: para nuestra relación con el misterio de Jesucristo.
2. Ayer, mediante la solemnidad de la Exaltación de la Santa Cruz, la Iglesia entera se abrió una vez más hacia este Corazón en el que «habita toda la plenitud de la divinidad».
El misterio de Cristo: Dios-Hombre, tiene una elocuencia particular, cuando miramos a la Cruz: ¡he aquí el hombre! ¡He aquí el Crucificado!, ¡He aquí al Hombre totalmente despojado! ¡He aquí al Hombre «destrozado a causa de nuestros pecados»! ¡He aquí al Hombre «cubierto de oprobios»!
Y, al mismo tiempo: ¡he aquí al Hombre-Dios! En Él habita toda la plenitud de la divinidad. ¡De la misma naturaleza que el Padre! Dios de Dios. Luz de luz. Engendrado, no creado. El Verbo Eterno. Uno en la divinidad con el Padre y con el Espíritu Santo.
3. Cuando el centurión en el Gólgota, traspasó con una lanza el Crucificado, de su costado salió sangre y agua. Este es el signo de la muerte. El signo de la muerte humana del Dios Inmortal.
4. Al pie de la Cruz se encuentra la Madre. La Madre Dolorosa. La recordamos al día siguiente de la Exaltación de la Cruz. Cuando el costado de Cristo fue traspasado por la lanza del centurión se cumplió en Ella la profecía de Simeón: «Y a ti una espalda te traspasará el alma» (Lc 2, 25).
Las palabras del profeta son un anuncio de la definitiva alianza de los Corazones: del Hijo y de la Madre, de la Madre y del Hijo. «Corazón de Jesús, en el que habita toda la plenitud de la divinidad». Corazón de María ―Corazón de la Virgen Dolorosa― Corazón de la Madre de Dios.
¡Que nuestra oración a la hora del «Angelus Domini» se una hoy a esa admirable alianza de los Corazones!
Ángelus. Domingo 22 de junio de 1986
1. Corazón de Jesús, en quien el Padre halló sus complacencias.
Rezando así, particularmente ahora, en el mes de junio, meditamos en aquella complacencia eterna que el Padre tiene en el Hijo: Dios en Dios, Luz en Luz.
Esa complacencia significa también Amor: este Amor al que todo lo que existe le debe su vida: sin Él, sin Amor, y sin el Verbo-Hijo, no se hizo nada de cuanto se ha hecho. (Jn 1, 3).
Esta complacencia del Padre encontró su manifestación en la obra de la creación, en particular en la del hombre, cuando Dios «vio lo que había hecho y he aquí que era bueno… era muy bueno» (cf. Gén 1, 31).
¿No es, pues, el Corazón de Jesús ese «punto» en el que también el hombre puede volver a encontrar plena confianza en todo lo creado? Ve los valores, ve el orden y la belleza del mundo. Ve el sentido de la vida.
2. Corazón de Jesús, en quien el Padre halló sus complacencias.
Nos dirigimos a la orilla del Jordán.
Nos dirigimos al monte Tabor.
En ambos acontecimientos descritos por los Evangelistas se oye la voz del Dios invisible, y es la voz del Padre:
«Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia. Escuchadle» (Mt 17, 5).
La eterna complacencia del Padre acompaña al Hijo, cuando Él se hizo hombre, cuando acogió la misión mesiánica a desarrollar en el mundo, cuando decía que su comida era cumplir la voluntad del Padre.
Al final Cristo cumplió esta voluntad haciéndose obediente hasta la muerte de cruz, y entonces esa eterna complacencia del Padre en el Hijo, que pertenece al íntimo misterio del Dios-Trino, se hizo parte de la historia del hombre. En efecto, el Hijo mismo se hizo hombre y en cuanto tal tuvo un corazón de hombre, con el que amó y respondió al amor. Antes que nada al amor del Padre.
Y por eso en este corazón, en el Corazón de Jesús, se concentró la complacencia del Padre.
Es la complacencia salvífica. En efecto, el Padre abraza con ella ―en el corazón de su Hijo― a todos aquellos por los que este Hijo se hizo hombre. Todos aquellos por los que tiene el corazón. Todos aquellos por los que murió y resucitó.
En el Corazón de Jesús el hombre y el mundo vuelven a encontrar la complacencia del Padre. Este es el corazón de nuestro Redentor. Es el corazón del Redentor del mundo.
3. En nuestro rezo del Ángelus Domini unámonos a María. Unámonos a Ella, de la que el Hijo de Dios tomó un corazón humano. Pidámosle que nos acerque a Él. Pidamos a Ella, en el corazón del Hijo, acerque al hombre y al mundo la complacencia del Padre, el Amor del Padre, la misericordia de Dios.
Ángelus. Domingo 13 de julio de 1986
1. Corazón de Jesús, de cuya plenitud todos hemos recibido.
Congregados para rezar el Ángelus, nos unimos a María en el momento de la Anunciación, cuando el Verbo se hizo carne y vino a habitar bajo su Corazón: el Corazón de la Madre.
Nos unimos, pues, al Corazón de la Madre, que desde el momento de la concepción conoce mejor el corazón humano de su divino Hijo: «De su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia», así escribe el Evangelista Juan (Jn 1, 16).
2. ¿Qué es lo que determina la plenitud del corazón? ¿Cuándo podemos decir que el corazón está pleno? ¿De qué está lleno el Corazón de Jesús?
Está lleno de amor.
El amor decide sobre esta plenitud del corazón del Hijo de Dios, a la que nos dirigimos hoy en la oración.
Es un Corazón lleno de amor del Padre: lleno al modo divino y al mismo tiempo humano. En efecto, el Corazón de Jesús es verdaderamente el corazón humano de Dios-Hijo. Está, pues, lleno de amor filial: todo lo que Él ha hecho y dicho en la tierra da testimonio precisamente de ese amor filial.
3. Al mismo tiempo el amor filial del Corazón de Jesús ha revelado ―y revela continuamente al mundo― el amor del Padre. El Padre, en efecto, «tanto amó al mundo, que le dio su unigénito Hijo» (Jn 3, 16) para la salvación del mundo; para la salvación del hombre, para que él «no perezca, sino que tenga la vida eterna» (ib.).
El Corazón de Jesús está por tanto lleno de amor al hombre. Está lleno de amor a la creatura. Lleno de amor al mundo.
¡Está totalmente lleno!
Esa plenitud no se agota nunca.
Cuando la humanidad gasta los recursos materiales de la tierra, del agua, del aire, estos recursos disminuyen, y poco a poco se acaban.
Se habla mucho de este tema relativo a la explotación acelerada de dichos recursos que se lleva a cabo en nuestros días. De aquí derivan advertencias tales como: «No explotar sobre medida».
Muy distinto sucede con el amor. Todo lo contrario sucede con la plenitud del Corazón de Jesús.
No se agota nunca, ni se agotará jamás.
De esta plenitud todos recibimos gracia sobre gracia. Sólo es necesario que se dilate la medida de nuestro corazón, nuestra disponibilidad para sacar de esa sobreabundancia de amor.
Precisamente para esto nos unimos al Corazón de María.
Ángelus. Domingo 20 de julio de 1986
1. Corazón de Jesús, deseo de eternos collados…
A lo largo de estos domingos, cuando nos congregamos para la plegaria del mediodía, rezamos las letanías del Sagrado Corazón en unión particular con la Madre de Jesús.
El Ángelus dominical es, en efecto nuestra cita de oración con María. Junto con Ella recordamos la Anunciación, que fue ciertamente un acontecimiento decisivo en su vida.
Y he aquí que, en el centro de este acontecimiento, descubrimos el Corazón. Se trata del amor del Hijo de Dios, que desde el momento de la Encarnación comienza a desarrollarse bajo el Corazón de la Madre junto con el Corazón humano de su Hijo.
2. ¿Es este Corazón «deseo» del mundo?
Mirando el mundo tal como visiblemente nos rodea, debemos constatar con San Juan que está sometido a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1 Jn 2, 16).
Y este «mundo» parece estar lejos del deseo del Corazón de Jesús. No comparte sus deseos. Permanece extraño y, a veces, incluso hostil respecto a Él.
Este es el «mundo», del que el Concilio dice que está «esclavizado bajo la servidumbre del pecado» (Gaudium et spes, 2). Y lo dice de acuerdo con toda la Revelación, con la Sagrada Escritura y con la Tradición (e incluso, digamos también, con nuestra experiencia humana).
3. Sin embargo, contemporáneamente, el mismo «mundo» ha sido llamado a la existencia por amor del Creador, y este amor le mantiene constantemente en la existencia. Se trata del mundo como el conjunto de las creaturas visibles e invisibles, y en particular «la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive» (Gaudium et spes, 2).
Es el mundo que, precisamente a causa de la «servidumbre del pecado», ha sido sometido a la caducidad ―como enseña San Pablo― y, por ello, gime y siente dolores de parto, esperando con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios porque sólo por este camino se puede liberar realmente de la esclavitud de la corrupción, para participar de la libertad y de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 19-22).
4. Este mundo ―a pesar del pecado y la triple concupiscencia― está orientado al amor, que llena el Corazón humano del Hijo de María.
Y por ello, uniéndonos a Ella, pedimos: Corazón de Jesús, deseo de los eternos collados, lleva a los corazones humanos, acerca a nuestro tiempo esa liberación que está en el Evangelio, en tu cruz y resurrección: ¡Que está en tu Corazón!
Ángelus. Domingo 27 de julio de 1986
1. ¡Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia!
Hoy, con ocasión de la oración del Ángelus, deseamos releer una vez más, junto con María, el Evangelio; en cierto sentido lo releemos todo entero, e inmediatamente. En él aparece el Corazón de Jesús, paciente e inmensamente misericordioso.
¿No es tal vez así el Corazón de Aquel que «pasó haciendo bien« a todos (cf. Act 10, 38)? ¿De Aquel que hizo que los ciegos adquiriesen la vista, los cojos caminasen, los muertos resucitasen? ¿Que a los pobres se les anunciara la Buena Nueva (cf. Lc 7, 22)?
¿No es tal vez así el Corazón de Jesús, que no tenia Él mismo dónde reclinar la cabeza, mientras que los lobos tienen sus guaridas y los pájaros sus nidos (cf. Mt 8, 20)?
¿No es tal vez así el Corazón de Jesús, que defendió a la mujer adúltera de la lapidación y luego le dijo: «Vete, y de ahora en adelante no peques más» (cf. Jn 8, 3-10)?
¿No es tal vez así el Corazón de Aquel que fue llamado «amigo de publicanos y pecadores» (cf. Mt 11, 19)?
2. ¡Miremos, junto con María, el interior de este Corazón!
¡Releámoslo a lo largo del Evangelio!
Más aún, sobre todo releamos este Corazón en el momento de la crucifixión. Cuando ha sido traspasado por la lanza. Cuando se ha desvelado hasta el fondo el misterio en Él escrito.
El Corazón paciente, porque está abierto a todos los sufrimientos del hombre. ¡El Corazón paciente, porque está dispuesto Él mismo a aceptar un sufrimiento inconmensurable con metro humano!
¡El Corazón paciente, porque es inmensamente misericordioso!
En efecto, ¿qué es la misericordia, sino esa medida particularísima del amor, que se expresa en el sufrimiento?
¿Qué es, en efecto, la misericordia sino esa medida definitiva del amor, que desciende al centro mismo del mal para vencerlo con el bien?
¿Qué es sino el amor que vence el pecado del mundo mediante el sufrimiento y la muerte?
3. ¡Corazón de Jesús, paciente de mucha misericordia!
¡Madre, que has mirado en este Corazón, cuando estabas presente al pie de la cruz!
Madre que, por voluntad de este Corazón, te has hecho Madre de todos nosotros.
¿Quién conoce como Tú el misterio del Corazón de Jesús en Belén, en Nazaret, en el Calvario?
¿Quién como Tú sabe que es paciente e inmensamente misericordioso?
¿Quién como Tú da testimonio incesantemente de ello?
Ángelus. Domingo 3 de agosto de 1986
1. ¡Corazón de Jesús, generoso para aquellos que te invocan! Nos recogemos hoy durante la oración del Ángelus para recordarte, oh Madre de Cristo, el acontecimiento que tuvo lugar en Caná de Galilea.
Esto ocurrió al comienzo de la actividad mesiánica. Jesús había sido invitado, contigo y sus primeros discípulos, a las bodas. Y cuando faltó el vino, Tú, María, dijiste a Jesús: Hijo, «no tienen vino» (Jn 2, 3).
Tú conocías su corazón. Sabías que es generoso para aquellos que lo invocan.
Con tu oración en Caná de Galilea hiciste que el Corazón de Jesús se revelase en su generosidad.
2. Este es el Corazón generoso, puesto que en Él habita efectivamente la plenitud: la plenitud de la divinidad habita en Cristo verdadero hambre; y Dios es amor.
Es generoso porque ama, y amar quiere decir prodigar, quiere decir dar. Amar quiere decir ser don. Quiere decir ser para los demás, ser para todos, ser para cada uno.
Para cada uno que llama. Llama, a veces, incluso sin palabras. Llama por el hecho de poner al descubierto a su verdad, y, en esta verdad, llama al amor.
La verdad tiene la fuerza de llamar al amor. Mediante la verdad todos aquellos que son «pobres de espíritu«, que «tienen hambre y sed de justicia» que, ellos mismos, «son misericordiosos» tienen la fuerza de llamar al amor.
Todos ellos ―y tantos otros más― tienen un maravilloso «poder» sobre el amor. Todos ellos hacen que el amor se comunique, se dé y se manifieste así la generosidad del corazón.
Entre todos ellos Tú, María, eres la primera.
3. ¡Corazón de Jesús, generoso para aquellos que fe invocan! Mediante esta generosidad el amor no se agota, sino que crece. Crece constantemente. Esta es la naturaleza misteriosa del amor. Y éste es también el misterio del Corazón de Jesús, que es generoso para con todos.
Se abre a todos y cada uno. Se abre completamente por sí mismo. Y en esta generosidad no se agota. La generosidad del Corazón da testimonio de que el amor no está sometido a las leyes de la muerte, sino a las leyes de la resurrección y la vida. Da testimonio de que el amor crece con el amor. Esta es su naturaleza.
4. De esta verdad sobre el amor dio testimonio en nuestros tiempos Pablo VI. Su corazón humano cesó de latir aquí, en Castelgandolfo, hace ocho años, en la fiesta de la Transfiguración del Señor.
Su humilde sucesor hace suya la misma verdad sobre el amor, que el difunto Pontífice proclamó con la palabra y con la vida hasta el final, invocando al Corazón divino.
Y por ello, pensando en el Papa Pablo VI, hoy, durante la oración del Ángelus nos unimos de modo particular a María y decimos: Corazón de Jesús, generoso para aquellos que te invocan, acoge a tu siervo en tu eterna luz.
Ángelus. Domingo 10 de agosto de 1986
1. ¡Corazón de Jesús, fuente de vida y de santidad!
Fuente.
Recordemos cuando Jesús se acercó a la pequeña ciudad de Samaria, llamada Sicar, donde se encontraba una fuente que se remontaba a los tiempos del Patriarca Jacob.
En aquel lugar encontró a una samaritana, que se acercaba para sacar agua de la fuente. Él le dice: «Dame de beber». La mujer responde: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana?».
Entonces Jesús replicó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva«.
Y continuó: «El agua que yo te dé se hará en ti fuente que salte hasta la vida eterna» (cf. Jn 4, 5-14).
¡Fuente! ¡Fuente de vida y de santidad!
2. En otra ocasión, en el último día de la fiesta de los Tabernáculos en Jerusalén, Jesús ―como escribe también el Evangelista Juan― «gritó, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su seno». El Evangelista añade: «Esto dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él» (Jn 7, 37-39).
3. Todos deseamos acercarnos a esta fuente de agua viva. Todos deseamos beber del Corazón divino, que es fuente de vida y de santidad.
En Él nos ha sido dado el Espíritu Santo, que se da constantemente a todos aquellos que con adoración y amor se acercan a Cristo, a su Corazón.
Acercarse a la fuente quiere decir alcanzar el principio. No hay en el mundo creado otro lugar del cual pueda brotar la santidad para la vida humana, fuera de este Corazón, que ha amado tanto. «Ríos de agua viva» han manado de tantos corazones… y ¡manan todavía! De ello dan testimonio los Santos de todos los tiempos.
4. Te pedimos, Madre de Cristo, que seas nuestra Guía al Corazón de tu Hijo. Te pedimos que nos acerques a Él y nos enseñes a vivir en intimidad con este Corazón, que es fuente de vida y de santidad.
Ángelus. Domingo 17 de agosto de 1986
1. Corazón de Jesús, propiciación por nuestros pecados. El Corazón de Jesús es fuente de vida, porque por medio de Él actúa la victoria sobre la muerte. Es fuente de santidad, porque en Él ha sido vencido el pecado que es adversario de la santidad en el corazón del hombre.
Jesús, que el domingo de resurrección entra por la puerta cerrada, en el Cenáculo, dice a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados» (Jn 20, 23).
Y diciendo esto, les muestra las manos y el costado, en el que están visibles los signos de la crucifixión. Muestra el costado, lugar del Corazón traspasado por la lanza del centurión.
2. Así, pues, los Apóstoles han sido llamados a volver al Corazón, que es propiciación por los pecados del mundo. Y con ellos también nosotros somos llamados.
La potencia de la remisión de los pecados, la potencia de la victoria sobre el mal que alberga en el corazón del hombre, se encierra en la pasión y en la muerte de Cristo Redentor. Un signo particular de esta potencia redentora es precisamente el Corazón.
La pasión de Cristo y su muerte se han apoderado de todo su cuerpo. Se han cumplido mediante todas las heridas, que Él ha recibido durante la pasión. Y se han cumplido sobre todo en el Corazón, porque el Corazón agonizaba mientras se apagaba todo el cuerpo. El Corazón se consumía al ritmo del sufrimiento que producían todas las heridas.
3. En este despojamiento el Corazón ardía de amor. Una llama viva de amor ha consumido el Corazón de Jesús en la cruz.
Este amor del Corazón fue la potencia propiciadora por nuestros pecados. Ello ha superado ―y supera para siempre― todo el mal contenido en el pecado, todo el alejamiento de Dios, toda la rebelión de la libre voluntad humana, todo mal uso de la libertad creada, que se opone a Dios y a su santidad.
El amor que ha consumado el Corazón de Jesús ―el amor que ha causado la muerte de su Corazón― era y es una potencia invencible. Mediante el amor del Corazón divino, la muerte ha logrado la victoria sobre el pecado. Se ha convertido en fuente de vida y de santidad.
4. Cristo mismo conoce hasta el fondo este misterio redentor de su Corazón. Es testimonio inmediato del mismo. Cuando dice a los Apóstoles: Recibid el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, da testimonio de aquel Corazón que es propiciación por los pecados del mundo.
María, que eres refugio de los pecadores, ¡acércanos al Corazón de tu Hijo!
Ángelus. Domingo 24 de agosto de 1986
1. Corazón de Jesús, saciado de oprobios.
Las palabras de las letanías del Sagrado Corazón nos ayudan a releer el Evangelio de la pasión de Cristo.
Repasemos con los ojos del alma aquellos momentos y acontecimientos desde la captura en Getsemaní al juicio de Anás y de Caifás, la encarcelación nocturna, la sentencia matutina del Sanedrín, el tribunal del Gobernador romano, el tribunal de Herodes el galileo, la flagelación, la coronación de espinas, la sentencia de crucifixión, el vía crucis hasta el lugar del Gólgota, y, a través de la agonía sobre el árbol de la ignominia, hasta el último «Todo está cumplido».
Corazón de Jesús, saciado de oprobios.
2. Corazón de Jesús ―el corazón humano del Hijo de Dios―, tan conocedor de la dignidad de todo hombre, tan conocedor de la dignidad de Dios-Hombre.
Corazón del Hijo, que es Primogénito de toda creatura:
― tan conocedor de la peculiar dignidad del alma y del cuerpo del hombre;
― tan sensible por todo lo que ofende esta dignidad: «saciado de oprobios».
3. Recordemos las palabras de Isaías Profeta: «He aquí a mi Siervo, a quien sostengo yo; mi elegido, en quien se complace mi alma… Él dará el derecho a las naciones. No gritará, no hablará recio… No romperá la caña cascada ni apagará la mecha que se extingue» (Is 42, 1-3).
«Como de Él se pasmaron muchos, tan desfigurado estaba su aspecto, que no parecía ser de hombre» (Is 52, 14).
«…Varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta» (Is 53, 3).
4. ¡Corazón de Jesús, saciado de oprobios!
¡Corazón de Jesús saciado de oprobios!
Signo de contradicción…
«Y una espada atravesará tu alma…» (Lc 2, 4-35).
Ángelus. Domingo 31 de agosto de 1986
1. Corazón de Jesús, despedazado por nuestros delitos.
Jesús de Nazaret, el que durante la última Cena dijo: «Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros… Este es el cáliz de mi Sangre derramada por vosotros«.
Jesús: sacerdote fiel, que mediante su propia sangre entra en el tabernáculo eterno.
Jesús: sacerdote, que según el orden de Melquisedec nos deja su sacrificio: haced esto… : ¡Jesús – Corazón de Jesús!
2. Corazón de Jesús en Getsemaní, que «se entristece hasta la muerte», que siente el «peso» terrible. Cuando dice: «Todo te es posible; aleja de mí este cáliz» (Mc 14 36), Él sabe, al mismo tiempo, cuál es la voluntad del Padre, y no desea otra cosa que cumplirla: derramar el cáliz hasta el fondo.
Corazón de Jesús, despedazado con la eterna sentencia: efectivamente, Dios ha amado tanto al mundo hasta dar su Hijo unigénito…
3. Tantos siglos antes lo había dicho Isaías:
«Pero fue Él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos / y cargó con nuestros dolores, / mientras que nosotros le tuvimos por castigado, / herido por Dios y abatido» (Is 53, 4). Él se ha inmolado por nuestros delitos; y, sin embargo, ¿no decían en el Gólgota: «Si eres hijo de Dios, baja de esa cruz» (Mt 27, 40)?
4. Así decían: Y, sin embargo, el Profeta sabía. Y, sin embargo, Isaías decía…, tantos siglos antes: «Fue traspasado por nuestras iniquidades / y molido por nuestros pecados… / Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, / siguiendo cada uno su camino; / y Yavé cargó sobre Él / la iniquidad de todos nosotros… / Fue arrancado de la tierra de los vivientes / y herido de muerte por el crimen de su pueblo» (Is 53, 5-8).
5. ¡Despedazado por nuestros delitos!
Corazón de Jesús, despedazado por los pecados…
Los sufrimientos de la agonía abrazan gradualmente todo el cuerpo del Crucificado. Lentamente la muerte llega al corazón.
Jesús dice: «Todo está cumplido».
«Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23, 46).
¿Cómo iban a cumplirse las escrituras diversamente?
Cómo iban a cumplirse diversamente las palabras del Profeta que dice: «El Justo, mi Siervo, justificará a muchos… Se cumplirá por su medio la voluntad del Señor» (cf. Is 53, 11).
¡La voluntad del Padre! ¡No la mía, sino tu voluntad!
5. Nos hemos unido en la oración
contigo, Madre de Cristo:
contigo, que has participado
en sus sufrimientos («conduluit»)…
Tú nos conduces al Corazón de tu Hijo
agonizante en la cruz:
cuando en su despojamiento
se revela hasta el fondo como Amor.
Oh Tú, que has participado
en sus sufrimientos,
permítenos perseverar siempre
abrazando este misterio.
¡Madre del Redentor!
¡Acércanos al Corazón de tu Hijo!
Ángelus. Domingo 23 de julio de 1989
«Corazón de Jesús, obediente hasta la muerte, ten piedad de nosotros»
1. Queridos hermanos y hermanas: esta invocación de las Letanías del Sagrado Corazón nos invita hoy a contemplar el Corazón de Cristo obediente. Toda la vida de Jesús está bajo el signo de una perfecta obediencia a la voluntad del Padre, suprema y coeterna fuente de su ser (cf. Jn 1, 1-2): uno solo es su poder y su gloria, una sola su sabiduría; es recíproco su infinito amor. Por esta comunión de vida y de amor, el Hijo se adhiere plenamente al proyecto del Padre, que quiere la salvación del hombre mediante el hombre: en la «plenitud de los tiempos» nace de la Virgen Madre (cf. Ga 4, 4) con un corazón obediente, para reparar el daño causado al género humano por el corazón desobediente de los primeros padres.
Por esto, al entrar en el mundo Cristo dice: «He aquí que vengo… a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 7). ¡»Obediencia» es el nuevo nombre del «amor«!
2. Los Evangelios nos muestran a Jesús, en el transcurso de su vida, siempre dedicado a hacer la voluntad del Padre. A María y José, que durante tres días, afligidos, lo habían buscado, Jesús, que tenía doce años, les responde: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? (Lc 2, 49). Toda su existencia está dominada por este «yo debo» que determina sus opciones y guía su actividad. A los discípulos dirá un día: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34); y les enseñará a orar así: «Padre Nuestro, … hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 10).
3. Jesús obedece hasta la muerte (cf. Flp 2, 8), aunque nada le resulte tan radicalmente opuesto como la muerte, ya que Él es la fuente misma de la vida (cf. Jn 11, 25-26).
En aquellas horas trágicas le sobrevienen, inquietantes, el desconsuelo y la angustia (cf. Mt 26, 37), el miedo y la turbación (cf. Mc 14, 33), el sudor de sangre y las lágrimas (cf. Lc 22, 44). Luego, en la cruz, el dolor desgarra su cuerpo traspasado. La amargura -del rechazo, de la traición, de la ingratitud-, llena su Corazón. Pero sobre todo domina la paz de la obediencia. «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Jesús recoge las fuerzas extremas y, casi sintetizando su vida, pronuncia la última palabra: «Todo está cumplido». (Jn 19, 30).
4. Al alba, al mediodía y al atardecer de la vida de Jesús, late en su corazón un solo deseo: hacer la voluntad del Padre. Contemplando esta vida, unificada por la obediencia filial al Padre, comprendemos la palabra del Apóstol: «Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5, 19), y la otra, misteriosa y profunda, de la Carta a los Hebreos: «Aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia: y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen » (5, 8-9).
Que María Santísima, la Virgen del «hágase» tembloroso y generoso, nos ayude también a nosotros a «aprender» esta lección fundamental.
Ángelus. Domingo 30 de julio de 1989
«Corazón de Jesús atravesado por una lanza, ten piedad de nosotros»
1. Pocas páginas del Evangelio a lo largo de los siglos han atraído la atención de los místicos, de los escritores espirituales y de los teólogos tanto como el pasaje del Evangelio de San Juan que nos narra la muerte gloriosa de Cristo y la escena en que le atraviesan el costado (cf. Jn 19, 23-37). En esa página se inspira la invocación de las Letanías, que he recordado hace un momento.
En el Corazón atravesado contemplamos la obediencia filial de Jesús al Padre, cuya misión Él realizó con valentía (cf. Jn 19, 30) y su amor fraterno hacia los hombres, a quienes Él «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1), es decir, hasta el extremo sacrificio de Sí mismo. El Corazón atravesado de Jesús es el signo de la totalidad de este amor en dirección vertical y horizontal, como los dos brazos de la cruz.
2. El Corazón atravesado es también el símbolo de la vida nueva, dada a los hombres mediante el Espíritu y los sacramentos. En cuanto el soldado le dio el golpe de gracia, del costado herido de Cristo «al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34). La lanzada atestigua la realidad de la muerte de Cristo. Él murió verdaderamente, como había nacido verdaderamente y como resucitará verdaderamente en su misma carne (cf. Jn 20, 24.27). Contra toda tentación antigua o moderna de docetismo, de ceder a la «apariencia», el Evangelista nos recuerda a todos la cruda certeza de la realidad. Pero al mismo tiempo tiende a profundizar el significado del acontecimiento salvífico y a expresarlo a través del símbolo. Él, por tanto, en el episodio de la lanzada, ve un profundo significado: como de la roca golpeada por Moisés brotó en el desierto un manantial de agua (cf. Nm 20, 8-11), así del costado de Cristo, herido por la lanza, brotó un torrente de agua para saciar la sed del nuevo pueblo de Dios. Este torrente es el don del Espíritu (cf. Jn 7, 37-39), que alimenta en nosotros la vida divina.
3. Finalmente, del Corazón atravesado de Cristo brota la Iglesia. Como del costado de Adán que dormía fue extraída Eva, su esposa, así ―según una tradición patrística que se remonta a los primeros siglos―, del costado abierto del Salvador, que dormía sobre la cruz en el sueño de la muerte, fue extraída la Iglesia, su esposa. Esta se forma precisamente del agua y de la sangre, ―Bautismo y Eucaristía―, que brotan del Corazón traspasado. Por eso, con razón afirma la Constitución conciliar sobre la liturgia: «Del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera» (Sacrosanctum Concilium, 5).
4. Junto a la cruz, advierte el Evangelista, se encontraba la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25). Ella vio el Corazón abierto del que fluían sangre y agua, ―sangre tomada de su sangre―, y comprendió que la sangre del Hijo era derramada por nuestra salvación. Entonces comprendió hasta el fondo el significado de las palabras que el Hijo le había dirigido poco antes: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26): la Iglesia que brotaba del Corazón atravesado era confiada a sus cuidados de Madre.
Pidamos a María que nos guíe a sacar cada vez más abundantemente el agua de los manantiales de gracia que fluyen del Corazón atravesado de Cristo.
Ángelus. Domingo 13 de agosto de 1989
«Corazón de Jesús, fuente de todo consuelo, ten piedad de nosotros»
1. Dios, Creador del cielo y de la tierra, es también «el Dios de toda consolación» (2 Co 1, 3: cf. Rm 15, 5). Numerosas páginas del Antiguo Testamento nos muestran a Dios que, en su gran ternura y compasión, consuela a su pueblo en la hora de la aflicción. Para confortar a Jerusalén, destruida y desolada, el Señor envía a sus profetas a llevar un mensaje de consuelo: «Consolad, consolad a mi pueblo… Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia» (Is 40. 1-2); y, dirigiéndose a Israel oprimido por el temor de sus enemigos, declara: «Yo, yo soy tu consolador» (Is 51, 12); e incluso, comparándose con una madre llena de ternura hacia sus hijos, manifiesta su voluntad de llevar paz, gozo y consuelo a Jerusalén: «Alegraos, Jerusalén, y regocijaos por ella todos los que la amáis… de modo que os hartéis de sus consuelos… Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré, y por Jerusalén seréis consolados» (Is 66, 10.11.13).
2. En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestro hermano, el «Dios-que-consuela» se hizo presente entre nosotros. Así lo indicó primeramente el justo Simeón, que tuvo la dicha de acoger entre sus brazos al niño Jesús y de ver en Él realizada «la consolación de Israel» (Lc 2, 25). Y, en toda la vida de Cristo, la predicación del Reino fue un ministerio de consolación: anuncio de un alegre mensaje a los pobres, proclamación de libertad a los oprimidos, de curación a los enfermos, de gracia y de salvación a todos (cf. Lc 4. 16-21: Is 61. 1-2).
Del Corazón de Cristo brotó esta tranquilizadora bienaventuranza: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5. 5), así como la tranquilizadora invitación: «Venid a mí todos los que estéis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28).
La consolación que provenía del Corazón de Cristo era participación en el sufrimiento humano, voluntad de mitigar el ansia y aliviar la tristeza, y signo concreto de amistad. En sus palabras y en sus gestos de consolación se unían admirablemente la riqueza del sentimiento y la eficacia de la acción. Cuando, cerca de la puerta de la ciudad de Naím, vio a una viuda que acompañaba al sepulcro a su hijo único, Jesús compartió su dolor: «Tuvo compasión de ella» (Lc 7, 13), tocó el féretro, ordenó al joven que se levantara y lo restituyó a su madre (cf. Lc 7, 14-15).
3. El Corazón del Salvador es también, más aún, principalmente «fuente de consuelo», porque Cristo, juntamente con el Padre, dona el Espíritu Consolador: «Yo pediré al Padre y os dará otro Consolador para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 16; cf. 14, 25: 16. 12): Espíritu de verdad y de paz, de concordia y de suavidad, de alivio y de consuelo: Espíritu que brota de la Pascua de Cristo (cf. Jn 19, 28-34) y del evento de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-13).
4. Toda la vida de Cristo fue por ello un continuo ministerio de misericordia y de consolación. La Iglesia, contemplando el Corazón de Cristo y las fuentes de gracia y de consolación que de Él manan, ha expresado esta realidad estupenda con la invocación: «Corazón de Cristo, fuente de todo consuelo, ten piedad de nosotros».
Esta invocación es recuerdo de la fuente de la que, a lo largo de tos siglos, la Iglesia ha recibido consolación y esperanza en la hora de la prueba y de la persecución; es invitación a buscar en el Corazón de Cristo la consolación verdadera, duradera y eficaz; es advertencia para que, tras haber experimentado la consolación del Señor, nos convirtamos también nosotros en convencidos y conmovidos portadores de ella, haciendo nuestra la experiencia espiritual que hizo decir al Apóstol Pablo: el Señor «nos consuela en toda tribulación nuestra para poder consolar a los que están en toda tributación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Co 1, 4).
Pidamos a María, Consoladora de los afligidos, que, en los momentos oscuros de tristeza y angustia, nos guíe a Jesús, su Hijo amado, «fuente de todo consuelo».
Ángelus. Domingo 27 de agosto de 1989
«Cor Iesu, vita et resurrectio nostra»
Corazón de Jesús, vida y resurrección nuestra
1. Esta invocación de las letanías del Sagrado Corazón, fuerte y convencida como un acto de fe, encierra en una frase lapidaria todo el misterio de Cristo Redentor; nos recuerda las palabras dirigidas por Jesús a Marta, afligida por la muerte de su hermano Lázaro: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11, 25).
Jesús es la vida que brota eternamente de la divina fuente del Padre: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios… En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1, 1.4).
Jesús es vida en Sí mismo: «Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5, 26). En el íntimo ser de Cristo, en su Corazón, la vida divina y la vida humana se unen armónicamente, en plena e inseparable unidad.
Pero Jesús es también vida para nosotros. «Dar la vida» es el objetivo de la misión que Él, Buen Pastor, recibió del Padre: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
2. Jesús es también la resurrección. Nada es tan radicalmente contrario a la santidad de Cristo ―el Santo del Señor (cf. Lc 1, 35; Mc 1, 24)― como el pecado; nada es tan opuesto a Él, fuente de vida, como la muerte.
Un vínculo misterioso une pecado y muerte (cf. Sb 2, 24; Rm 5, 12; 6, 23 etc.): ambas son realidades esencialmente contrarias al proyecto de Dios sobre el hombre, que no fue hecho para la muerte, sino para la vida. Ante toda expresión de muerte, el Corazón de Cristo se conmovió profundamente, y por amor al Padre y a los hombres, sus hermanos, hizo de su vida un «prodigioso duelo» contra la muerte (Misal Romano, Secuencia de Pascua): con una palabra restituyó la vida física a Lázaro, al hijo de la viuda de Naín, a la hija de Jairo; con la fuerza de su amor misericordioso devolvió la vida espiritual a Zaqueo, a María Magdalena, a la adúltera y a cuantos supieron reconocer su presencia salvadora.
3. Hermanos y hermanas: Nadie como María ha experimentado que el Corazón de Jesús es «vida y resurrección»:
De Él, vida, María recibió la vida de la gracia original y, en la escucha de su palabra y en la observación atenta de sus gestos salvíficos, pudo custodiarla y nutrirla.
Por Él, resurrección, Ella fue asociada de modo singular a la victoria sobre la muerte: el misterio de su Asunción en cuerpo y alma al cielo es el consolador documento de que la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte se prolonga en los miembro de su Cuerpo Místico, y, como primero entre todos, en María, «miembro excelentísimo» de la Iglesia (Lumen gentium, 53).
Glorificada en el cielo, la Virgen está, con su corazón de Madre, al servicio de la redención obrada por Cristo. «Madre de la vida», está cerca de toda mujer que da a luz un hijo; está al lado de toda fuente bautismal donde, por el agua y por Espíritu (cf. Jn 3, 5) nacen los miembros de Cristo; «Salud de los enfermos», está donde la vida se consume afectada por el dolor y la enfermedad; «Madre de misericordia», Ella llama a quien ha caído bajo el peso de la culpa para que vuelva a las fuentes de la vida; «Refugio de pecadores», señala a quienes se habían alejado de Él, el camino que conduce a Cristo: «Virgen dolorosa» junto al Hijo que muere (cf. Jn 19, 25), Ella está donde la vida se apaga.
Invoquémosla con la Iglesia «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».
Ángelus. Domingo 3 de septiembre de 1989
«Cor Iesu, pax et reconciliatio nostra».
«Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra, ten piedad de nosotros».
1. Queridos hermanos y hermanas:
Rezando con fe esta hermosa invocación de las letanías del Sagrado Corazón, un sentimiento de confianza y de seguridad se difunde en nuestro espíritu: Jesús es de verdad nuestra paz, nuestra suprema reconciliación.
Jesús es nuestra paz. Es bien conocido el significado bíblico del término «paz»: indica, en síntesis, la suma de los bienes que Jesús, el Mesías, ha traído a los hombres. Por esto, el don de la paz marca el inicio de su misión sobre la tierra, acompaña su desarrollo y constituye su coronamiento. «Paz» cantan los ángeles junto al pesebre del recién nacido «Príncipe de la Paz» (cf. Lc 2, 14; Is 9, 5). » Paz» es el deseo que brota del Corazón de Cristo, conmovido ante la miseria del hombre enfermo en el cuerpo (cf. Lc 8, 48) o en el espíritu (cf. Lc 7, 50). «Paz» es el saludo luminoso del Resucitado a sus discípulos (cf. Lc 24, 36; Jn 20, 19. 26), que Él, en el momento de dejar esta tierra, confía a la acción del Espíritu, manantial de «amor, alegría, paz» (Ga 5, 22).
2. Jesús es, al mismo tiempo, nuestra reconciliación. Como consecuencia del pecado se produjo una profunda y misteriosa fractura entre Dios, el Creador, y el hombre, su creatura. Toda la historia de la salvación no es más que la narración admirable de las intervenciones de Dios en favor del hombre a fin de que éste, en la libertad y en el amor, vuelva a Él; a fin de que a la situación de fractura suceda una situación de reconciliación y de amistad, de comunión y de paz.
En el Corazón de Cristo, lleno de amor hacia el Padre y hacia los hombres, sus hermanos, tuvo lugar la perfecta reconciliación entre el cielo y la tierra: «Fuimos reconciliados con Dios ―dice el Apóstol― por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10).
Quien quiera hacer la experiencia de la reconciliación y de la paz, debe acoger la invitación del Señor y acudir a Él (cf. Mt 11, 28). En su Corazón encontrará paz y descanso; allí, su duda se transformará en certidumbre; el ansia, en quietud; la tristeza, en gozo; la turbación, en serenidad. Allí encontrará alivio al dolor, valor para superar el miedo, generosidad para no rendirse al envilecimiento y para volver a tomar el camino de la esperanza.
3. El Corazón de la Madre es en todo semejante al Corazón del Hijo. También la Bienaventurada Virgen es para la Iglesia una presencia de paz y de reconciliación: ¿No es Ella quien, por medio del ángel Gabriel, recibió el mayor mensaje de reconciliación y de paz que Dios haya jamás enviado al género humano? (cf. Lc 1, 26-38).
María dio a luz a Aquel que es nuestra reconciliación; Ella estaba al pie de la cruz cuando, en la sangre del Hijo Dios reconcilió «con Él todas las cosas» (Col 1, 20); ahora, glorificada en el cielo tiene ―como recuerda una plegaria litúrgica― «un corazón lleno de misericordia hacia los pecadores, que, volviendo la mirada a su caridad materna, en Ella se refugian e imploran el perdón» de Dios (cf. Misal, Prefacio De Beata Maria Virgine).
Que María, Reina de la Paz, nos obtenga de Cristo el don mesiánico de la paz y la gracia de la reconciliación, plena y perenne, con Dios y con los hermanos. Por esto la imploramos.
Ángelus. Domingo 10 de septiembre de 1989
«Cor Iesu, victima peccatorum».
«Corazón de Jesús, víctima de los pecadores».
1. Muy queridos hermanos y hermanas:
Esta invocación de las letanías del Sagrado Corazón nos recuerda que Jesús, según la palabra del Apóstol Pablo, «fue entregado por nuestros pecados» (Rm 4, 25); pues, aunque Él no había cometido pecado, «Dios le hizo pecado por nosotros» (2 Co 5, 21). Sobre el Corazón de Cristo gravó, enorme, el peso del pecado del mundo.
En Él se cumplió de modo perfecto la figura del «cordero pascual«, víctima ofrecida a Dios para que en el signo de su sangre fuesen librados de la muerte los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 12, 21-27). Por tanto, justamente Juan Bautista reconoció en Él al verdadero «cordero de Dios» (Jn 1, 29): cordero inocente, que había tomado sobre sí el pecado del mundo para sumergirlo en las aguas saludables del Jordán (cf. Mt 3, 13-16 y paralelos); cordero manso, «al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda» (Is 53, 7), para que por su divino silencio quedase confundida la palabra soberbia de los hombres inicuos.
Jesús es víctima voluntaria, porque se ofreció «libremente a su pasión (Misal Romano, Plegaria eucarística II), como víctima de expiación por los pecados de los hombres (cf. Lv 1, 4; Hb 10, 5-10) que consumió en el fuego de su amor.
2. Jesús es víctima eterna. Resucitado de la muerte y glorificado a la derecha del Padre, Él conserva en su cuerpo inmortal las señales de las llagas de las manos y de los pies taladrados, del costado traspasado (cf. Jn 20, 27; Lc 24, 39-40) y los presenta al Padre en su incesante plegaria de intercesión a favor nuestro (cf. Hb 7, 25; Rm 8, 34).
La admirable Secuencia de la Misa de Pascua, recordando este dato de nuestra fe, exhorta:
«A la víctima pascual
elevemos hoy el sacrificio de alabanza.
El cordero ha redimido a su grey.
El inocente nos ha reconciliado a nosotros pecadores con el Padre»
(Secuencia Victimae Paschali, estrofa 1).
Y el prefacio de esa misma solemnidad proclama: Cristo es «el verdadero cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida».
3. Hermanos y hermanas: En esta hora de la plegaria mariana hemos contemplado el Corazón de Jesús víctima de nuestros pecados; pero antes que todos y más profundamente que todos lo contempló su Madre dolorosa, de la que la liturgia canta: «Por los pecados del pueblo Ella vio a Jesús en los tormentos del duro suplicio» (Secuencia Stabat Mater, estrofa 7).
En la proximidad de la memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María Dolorosa, recordemos esta presencia intrépida e intercesora de la Virgen bajo la cruz del Calvario, y pensemos con inmensa gratitud que, en aquel momento, Cristo, que estaba para morir, víctima de los pecados del mundo, nos la confió como Madre: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27).
Confiemos a María nuestra plegaria, mientras decimos a su Hijo Jesús:
Corazón de Jesús,
víctima de nuestros pecados,
acoge nuestra alabanza,
la gratitud perenne,
el arrepentimiento sincero.
Ten piedad de nosotros
hoy y siempre. Amén.
Ángelus. Domingo 17 de septiembre de 1989
«Corazón de Jesús, salvación de los que en ti esperan, ten piedad de nosotros».
1. A esta hora del Ángelus detengámonos durante algunos instantes para reflexionar sobre esa invocación de las letanías del Sagrado Corazón que dice: «Corazón de Jesús, salvación de los que en ti esperan, ten piedad de nosotros».
En la Sagrada Escritura aparece constantemente la afirmación según la cual el Señor es «un Dios que salva» (cf. Ex 15, 2; Sal 51, 16; 79, 9; Is 46, 13) y la salvación es un don gratuito de su amor y de su misericordia. El Apóstol Pablo, en un texto de alto valor doctrinal, afirma incisivamente: Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4; cf. 4, 10).
Esta voluntad salvífica, que se ha manifestado en tantas intervenciones admirables de Dios en la historia, ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret, Verbo Encarnado, Hijo de Dios e Hijo de María, pues en Él se ha cumplido con plenitud la palabra dirigida por el Señor a su «Siervo»: «Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49, 6; cf. Lc 2, 32).
2. Jesús es la epifanía del amor salvífico del Padre (cf. Tt 2, 11; 3, 4). Cuando Simeón tomó en sus brazos al niño Jesús, exclamó: «han visto mis ojos tu salvación«(Lc 2, 30).
En efecto, en Jesús todo está en función de su misión de Salvador: el nombre que lleva («Jesús» significa «Dios salva»), las palabras que pronuncia, las acciones que realiza y los sacramentos que instituye.
Jesús es plenamente consciente de la misión que el Padre le ha confiado: «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). De su corazón, es decir, del núcleo más íntimo de su ser, brota ese celo por la salvación del hombre que lo impulsa a subir, como manso cordero, al monte del Calvario, a extender sus brazos en la cruz y a «dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45).
3. En el Corazón de Cristo podemos, por tanto, colocar nuestra esperanza. Ese Corazón ―dice la invocación― es salvación «para los que esperan en Él». El Señor mismo que, la víspera de su pasión, pidió a los Apóstoles que tuvieran confianza en Él ―»No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14, 1)― hoy nos pide a nosotros que confiemos plenamente en Él: nos lo pide porque nos ama; porque, para nuestra salvación, tiene su Corazón traspasado y sus pies y manos perforados. Quien confía en Cristo y cree en el poder de su amor renueva en sí la experiencia de María Magdalena, como nos la presenta la liturgia pascual: «Cristo, esperanza mía, ha resucitado» (Domingo de Pascua, Secuencia).
¡Refugiémonos, por consiguiente, en el Corazón de Cristo! Él nos ofrece una palabra que no pasa (cf. Mt 24, 25), un amor que no desfallece, una amistad que no se resquebraja, una presencia que no cesa (cf. Mt 28, 20).
Que la Bienaventurada Virgen, «que acogió en su corazón inmaculado al Verbo de Dios y mereció concebirlo en su seno virginal» (cf. Prefacio de la Misa votiva: de la Bienaventurada Virgen María Madre de la Iglesia) nos enseñe a poner en el corazón de su Hijo nuestra total esperanza, con la certeza de que ésta no quedará defraudada.
Ángelus. Domingo 5 de noviembre de 1989
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. La reciente conmemoración de todos los fieles difuntos nos invita hoy a contemplar, bajo una luz de fe y de esperanza, la muerte del cristiano, para la que las Letanías del Sagrado Corazón ―objeto de nuestras reflexiones en anteriores encuentros dominicales― nos ponen en los labios la invocación: «Corazón de Jesús, esperanza de los que en ti mueren, ten piedad de nosotros».
La muerte forma parte de la condición humana; es el momento terminal de la fase histórica de la vida. En la concepción cristiana, la muerte es un paso: de la luz creada a la luz increada, de la vida temporal a la vida eterna.
Ahora bien, si el Corazón de Cristo es la fuente de la que el cristiano recibe luz y energía para vivir como hijo de Dios, ¿a qué otra fuente se dirigirá para sacar la fuerza necesaria para morir de modo coherente con su fe? Como «vive en Cristo», así no puede menos de «morir en Cristo».
La invocación de las letanías recoge la experiencia cristiana ante el acontecimiento de la muerte: el Corazón de Cristo, su amor y su misericordia, son esperanza y seguridad para quien muere en Él.
2. Pero conviene que nos detengamos un momento a preguntarnos: ¿Qué significa «morir en Cristo»? Significa ante todo, amadísimos hermanos y hermanas, leer el evento desgarrador y misterioso de la muerte a la luz de la enseñanza del Hijo de Dios y verlo, por ello, como el momento de la partida hacia la casa del Padre, donde Jesús, pasando también Él a través de la muerte, ha ido a prepararnos un lugar (cf. Jn 14, 2); es decir significa creer que, a pesar de la destrucción de nuestro cuerpo, la muerte es premisa de vida y de fruto abundante (cf. Jn 12, 24).
«Morir en Cristo» significa, además, confiar en Cristo y abandonarse totalmente a Él, poniendo en sus manos ―de hermano, de amigo, de buen Pastor― el propio destino, así como Él, muriendo, puso su espíritu en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46). Significa cerrar los ojos a la luz de este mundo en la paz, en la amistad, en la comunión con Jesús, porque nada, «ni la muerte ni la vida… podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 38-39). En aquella hora suprema, el cristiano sabe que, aunque el corazón le reproche algunas culpas, el Corazón de Cristo es más grande que el suyo y puede borrar toda su deuda si él está arrepentido (cf. 1 Jn 3, 20).
3. «Morir en Cristo» significa también, queridos hermanos y hermanas, fortificarse para aquel momento decisivo con los «signos santos» del «paso pascual»: el sacramento de la Penitencia, que nos reconcilia con el Padre y con todas las creaturas; el santo Viático, Pan de vida y medicina de inmortalidad; y la Unción de los enfermos, que da vigor al cuerpo y al espíritu para el combate supremo.
«Morir en Cristo» significa, finalmente, «morir como Cristo» orando y perdonando; teniendo junto a sí a la bienaventurada Virgen. Como madre, Ella estuvo junto a la cruz de su Hijo (cf. Jn 19, 25); como madre está al lado de sus hijos moribundos, Ella que, con el sacrificio de su corazón, cooperó a engendrarlos a la vida de la gracia (cf. Lumen gentium, 53); está al lado de ellos, presencia compasiva y materna, para que del sufrimiento de la muerte nazcan a la vida de la gloria.
Ángelus. Domingo 12 de noviembre de 1989
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. La Iglesia se alegra hoy por la glorificación de dos de sus hijos: Inés de Bohemia y Alberto Chmielowski. Estos dos santos se van a añadir a aquella «muchedumbre inmensa» que la liturgia nos ha invitado a contemplar en la reciente solemnidad de Todos los Santos. Ante un espectáculo tan exaltante sube espontáneamente a los labios la invocación de las letanías: «Corazón de Jesús, gozo de todos los santos, ten piedad de nosotros».
De la esperanza al cumplimiento, del deseo a la realización, de la tierra al cielo: este parece ser, amadísimos hermanos y hermanas; el ritmo según el cual suceden las tres últimas invocaciones de las letanías del Sagrado Corazón. Tras las invocaciones «salvación de los que en ti esperan«, y «esperanza de los que en ti mueren», las letanías concluyen dirigiéndose al Corazón de Jesús como «gozo de todos los santos». Es ya visión de paraíso: es anotación veloz acerca de la vida del cielo; es palabra breve que abre horizontes infinitos de bienaventuranza eterna.
2. Sobre esta tierra el discípulo de Jesús vive en la espera de alcanzar a su Maestro, en el deseo de contemplar su rostro, en la aspiración ardiente de vivir siempre con él. En el cielo, en cambio, cumplida la espera, el discípulo ya ha entrado en el gozo de su Señor (cf. Mt 25, 21. 23); contempla el rostro de su Maestro, ya no transfigurado durante un solo instante (cf. Mt 17, 2; Mc 9, 2; Lc 9, 28), sino resplandeciente para siempre con el fulgor de la eterna luz (cf. Hb 1, 3); vive con Jesús y de la misma vida de Jesús.
La vida del cielo no es más que la fruición perfecta, indefectible e intensa, del amor de Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y no es más que la revelación total del ser íntimo de Cristo, y la comunicación plena de la vida y del amor que brotan de su Corazón. En el cielo los bienaventurados ven satisfecho todo deseo, cumplida toda profecía, aplacada toda sed de felicidad, y colmada toda aspiración.
3. Por eso el Corazón de Cristo es la fuente de la vida de amor de los santos: en Cristo y por medio de Cristo los bienaventurados del cielo son amados por el Padre, que los une a Sí con el vínculo del Espíritu, divino Amor; en Cristo y por medio de Cristo, ellos aman al Padre y a los hombres, sus hermanos, con el amor del Espíritu.
El Corazón de Cristo es el espacio vital de los bienaventurados: el lugar donde ellos permanecen en el amor (cf. Jn 15, 9), sacando de él gozo perenne y sin límite. La sed infinita de amor, misteriosa sed que Dios ha puesto en el corazón humano, se apaga en el Corazón divino de Cristo.
Allí se manifiesta en plenitud el amor del Redentor hacia los hombres, necesitados de salvación; del Maestro hacia los discípulos, sedientos de verdad: del Amigo que anula las distancias y eleva a los siervos a la condición de amigos, para siempre, en todo. El intenso deseo, que sobre la tierra se manifestaba en la súplica «Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20), ahora, en el cielo, se transforma en visión cara a cara, en posesión tranquila, en fusión de vida: de Cristo en los bienaventurados y de los bienaventurados en Cristo.
Elevando hacia ellos la mirada del alma y contemplándolos en torno a Cristo juntamente con su Reina, la Virgen Santísima, nosotros repetimos hoy, con firme esperanza, la alegre invocación: «¡Corazón de Jesús, gozo de todos los santos, ten piedad de nosotros!».
5 ideas sobre “Meditación de las Letanías del Sagrado Corazón por San Juan Pablo II”
San Juan Pablo Segundo, reza por nosotros!
Muy buenp
Divino omnipotente poderoso sagrado corazón de Jesús a usted en comiendo todos mis prollectos mis trabajos la empresa donde realizó mis labores
Me gustaria que me envien las Letanias al Corazon de Jesus por Juan Pablo II
Muchisimas Gracias!!!
Hola Martha.
Tenemos publicada la Meditación de las Letanías del Sagrado Corazón por San Juan Pablo II en esta página web. Lo siento, pero no tenemos un fichero o documento como tal que las incluya.
La fuente original es la web del vaticano (https://www.vatican.va), aunque también pueden encontrarse en algún sitio más.